TOXIC

Por Hugo Scoccia

agosto 22, 2025

Desde el taxi, veo a la gente andar tranquilamente por las calles de Barcelona. Se acerca el verano y las terrazas están repletas de personas tomando cerveza y comiendo olivas, aprovechando los últimos rayos de sol del día. Cuando llego a plaza Catalunya, le digo al taxista que me deje ahí. Me apetece andar un rato. Doce euros. Le doy un billete de veinte y me devuelve el cambio. Bajando las Ramblas, me cruzo con todo tipo de especímenes. Un chaval joven con gorra me dice: «Marihuana, marihuana». Yo solo niego con la cabeza. Unos metros más abajo, ocho o diez, otro aún más joven me toca el brazo y, mirándome a los ojos como si le fuese la vida en ello, me propone: «¿Cocaína, chicas, cocaína?». Dos veces cocaína. Una vez chica. Vuelvo a negar con la cabeza y sigo mi camino. En una parada, donde venden flores, hay un señor mayor esperando a que terminen su ramo. Impaciente. Como yo por llegar.
He quedado con Eddy, Nicolás y Jaime para tomar algo en un ático de la plaza Reial que han alquilado. Llego tarde, pero en este tipo de planes la puntualidad es innecesaria. Entro en el portal; el ascensor está averiado. Subo las escaleras, parándome en cada piso para coger aire y sigo. Están los tres sentados en una mesa redonda de cristal, con una botella de whisky, dos «vichis catalans» y varios paquetes de tabaco. Nos saludamos y empezamos a beber y hablar. Eddy, que es un productor de música en París, nos explica sus inquietudes sobre la música moderna y nos muestra algunas canciones que tienen algo especial «por muy pop que sean». «Esta de Britney Spears es buena. ¿La escucháis, no?», nos pregunta. «Esta guitarra del principio dice mucho, da profundidad y nivel a la canción. ¿La veis, no?». Sigue hablando. «¿Y de esta qué me decís?». Pone otra canción. Nos quedamos así durante varias horas, hablando de música y bebiendo whisky con agua con gas. Nos olvidamos de cenar, pero el estómago ya no es capaz de aceptar nada que no contenga etanol y decidimos no hacerlo. «Veis, él es un gran productor, es Pharrell Williams. Esta canción se llama Guest of wind», nos dice mirando el móvil. «Los violines son claves en la melodía». Sigue hablando mientras los demás escuchamos y bebemos. «¿Veis cómo hay buena música moderna?». Da un golpe en la mesa y afirma con la cabeza, autoconvenciéndose de lo que acaba de decir.
Jaime y yo nos miramos con complicidad sabiendo que, al levantarnos de esa silla, el mundo girará sobre nosotros. Y eso ocurre cuando lo hacemos. Les propongo salir a tomar una copa a algún lugar y seguir nuestra particular fiesta. Sin saber cómo, acabamos en el casino. Cuando entramos, vemos que las mesas de blackjack están llenas y decidimos ir a la ruleta. Nicolás es el primero en apostar. Treinta euros al veintiuno, diez al cero y diez más al diecinueve. La pelotita gira deprisa, empieza a rebotar varias veces y cae en el veintiuno. Saltamos de alegría, nos abrazamos y a Nicolás se le cae el vaso lleno en mi camisa. No me molesta. Nada me molesta en este momento. Acabamos de ganar mil euros. Eddy y Jaime apuestan en la siguiente ronda. Los dos ponen una ficha de cincuenta euros al cero y yo, antes de que el crupier cierre la jugada, me lanzo deprisa por encima de sus espaldas para poner cincuenta más. El crupier lanza la pelota plateada de metal. Esta vez parece que va más lenta que antes. Gira por la tabla varias veces hasta que pierde velocidad. Toca el treinta y seis, rebota directamente al quince y, tras dos brincos, se queda inmóvil en el cero. Toda la gente de la mesa nos mira estupefacta y en un momento dado tengo la sensación de que nos van a echar de ahí pensándose que estamos haciendo trampas. Saltamos y nos abrazamos de nuevo. Jaime corre hacia la barra del bar y pide una botella de champán para celebrar la buena fortuna que estamos teniendo todos. Decidimos beber y dejar de apostar. Los cuatro nos quedamos sentados viendo cómo los demás pierden sus sueldos mientras nosotros perdemos la salud. A la segunda botella, nadie es capaz de articular dos palabras con sentido y una persona de seguridad nos invita a salir. Están cerrando, nos dice. Bajamos por una callecita dando eses y llegamos hasta la playa para mear. Aun estando de pie parados, los cuerpos no pueden quedarse inmóviles y parecemos peonzas a punto de caer. Cuando me desabrocho el primer botón del pantalón, noto cómo alguien toca mi espalda. Al girarme, veo a tres chicas negras y obesas hablándome e invitándome a pasar la noche con ellas. En realidad, no me invitan a nada. Los demás están en la misma situación. Detrás de mí, Nicolás, apoyado con la cabeza en un muro y con las manos ocupadas para no orinarse encima, tiene a tres o cuatro chicas más rodeándolo. Jaime y Eddy corren la misma suerte. Me deshago de ellas como puedo, aunque siguen manoseándome todas las partes del cuerpo, salgo corriendo, me pongo en el borde de la acera y consigo parar el primer taxi que pasa para ayudar a mis amigos a escabullirse de ese grupo de chicas gordas que quieren pasar la noche con nosotros a cambio de la pequeña y humilde fortuna que hemos conseguido en el casino de Barcelona. Entramos en el coche sudados y borrachos. «Se ve que habéis pasado una buena noche, ¿eh?», nos dice el taxista con el bigote lleno de caspa. No somos capaces de responder. Cuando llegamos al primer semáforo, me toco el pantalón y me doy cuenta de que una catástrofe acaba de ocurrir. No tenía la cartera. Vuelvo a inspeccionar los bolsillos. Primero los dos de delante, después los dos de detrás. Me han robado el dinero que acabo de ganar. Giro la cabeza tratando de no vomitar para informar a mis amigos de tal tragedia. «Me han robado la cartera», digo. Nicolás, Jaime y Eddy, tras mirarme con cara de pena sin decir nada, ni siquiera un «lo siento» que me consuele, hacen lo mismo y se ponen las manos en los bolsillos. Sus carteras también han desaparecido. «Esas gordas nos han robado todo, ¡qué hijas de puta!», dice Jaime, incordiado por el hipo. Ahora soy yo quien no dice ni mu. Nos quedamos en silencio. El taxista, que no se puede creer nuestra situación, nos observa por el retrovisor y enciende la radio. Toca un par de botones y empieza a salir música de los altavoces.

Al menos suena Toxic, la canción de Britney Spears que tanto le gusta a Eddy.

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