UN CASO EXTRAÑO

Por Hugo Scoccia

agosto 22, 2025

Era pleno enero, el viento de norte soplaba con fuerza y en el pueblo no se veía ni un alma. Una pareja que paseaba tranquilamente cerca del mar vislumbró, a lo lejos, justo donde terminaba la playa de la Marítima —la más grande de la localidad—, el cuerpo de un hombre, ni muy joven ni muy mayor, tumbado boca abajo. La chica se acercó rápidamente para socorrerlo: hizo fuerza con los brazos para girarlo sin éxito, le empujó el lateral del abdomen varias veces, pero el cuerpo, resistiéndose por su propio peso, se tambaleó y volvió a colocarse hacia abajo. Tras varios intentos fallidos, el novio fue corriendo hacia ella para ayudarla; «uno, dos y tres», dijeron al unísono. Finalmente lo consiguieron. Al ver el rostro de esa persona, los dos dieron un salto hacia atrás horrorizados por la escena que tenían delante. Al chico le entró una arcada y la chica, pálida, se giró para no seguir viendo esa imagen que quería borrar de inmediato de su recuerdo. Por el lagrimal del ojo salía una gota de sangre espesa y por la boca un río de espuma blanca que le llegaba hasta la barbilla goteando hasta la chaqueta beige que portaba. Ese hombre estaba muerto, no cabía duda. En la gesticulación de la cara se podía ver el sufrimiento que había padecido ese pobre señor; la mandíbula quedó abierta, casi dislocada, pudiéndose escuchar el grito de dolor que debió soltar antes de perecer. Rápidamente hicieron lo único que podían hacer en ese momento: coger el móvil y llamar a la policía.

—Policía local de Villa Rocosa, dígame.
—Sí…, hemos encontrado el cuerpo de un hombre en la playa de la Marítima —dijo una voz temblorosa—. No respira, está muerto.

Juan Carlos, el agente más joven del cuerpo, llegó con Alicia, la caporal. Junto a ellos, una ambulancia que venía a certificar lo que esa pareja había comunicado en la llamada: ese hombre estaba muerto. Al ver el cuerpo, Juan Carlos miró sorprendido a Alicia, que observaba asqueada la cara del cadáver.

—Sabes quién es, ¿no? —preguntó el joven policía.
—Sí, claro, claro que sé quién es…, pobre hombre, le debe haber cogido un patatús…
—Todo el mundo sabía que algún día iba a acabar así…

Alicia se acercó al médico para averiguar qué conclusiones había sacado en su primera observación.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó al mismo instante que se encendía un cigarro—. ¿Un ataque epiléptico?
—No lo descarto, aunque no es muy normal morir de esta manera por un ataque de epilepsia. Aparte, si te fijas —señaló con el índice a los ojos— ha sufrido una hemolacria bilateral, y este no es uno de los síntomas de la epilepsia.
—¿Hemolacria bilateral? Explícate, que soy policía, no doctora —dijo con un tono un tanto altivo.
—La sangre de los ojos. Normalmente sucede a causa de algún tumor o posiblemente de un traumatismo. No me malinterprete, no estoy diciendo que se haya dado un golpe o que alguien lo haya hecho, no hay señales de violencia.
—Pero no lo descarta…
—Nunca debe descartarse nada, eso lo sabe muy bien, caporal, la autopsia dirá.
—Es el hermano de Ángel, el mecánico del pueblo…, todo el mundo sabe que era adicto a la cocaína, podría ser una sobredosis.
—Podría ser, ya te he dicho que no debe descartarse nada. —El médico concluyó la conversación para volver a examinar una vez más al fallecido.

Juan Carlos estaba cogiendo declaración a la pareja que seguía con el susto en el cuerpo. Preguntó lo que debía; cómo lo vieron, si tocaron el cuerpo, si habían visto a alguien…, protocolo… tan aburrido como necesario. Nada parecía extraño, así que tras varias preguntas más, el joven le hizo una seña a Alicia para que guardase el documento. El juez de guardia no tardó en llegar para levantar el cuerpo y proceder a llevarlo a la morgue, donde le harían la autopsia el día siguiente. Aunque todos llegaron a la conclusión de que había sufrido una muerte súbita, probablemente por una sobredosis, tenían que esperar a los resultados para cerrar el caso. Los policías pidieron a la pareja que halló el cuerpo que se marcharan, ya no podían hacer nada más, y eso hicieron de inmediato para tratar de reponerse del susto en casa.
El viento de norte soplaba cada vez más fuerte y la oscuridad de la noche iba ganando terreno a la luz diurna. El pueblo seguía vacío, las ventanas de las casas estaban iluminadas y en el único bar del pueblo, que estaba abierto en esa época invernal, solo quedaban los tres borrachos de siempre.

Alicia y Juan Carlos volvieron a comisaria para pasar el parte en limpio y dar la triste noticia al hermano del fallecido.

—Si quieres lo hago yo… —le dijo la caporal a su compañero.
—No, tranquila, al fin y al cabo, debo acostumbrarme a estas cosas. No pienso quedarme en este pueblo toda la vida y si algún día consigo ser policía en una ciudad, debo acostumbrarme a hacer esta parte del trabajo.
—Está bien, tienes razón, aquí tienes el número de teléfono. —Le entregó un papel—. Si necesitas alguna cosa, estaré en mi despacho.
—Gracias, caporal, creo que podré yo solo.

Cuando le dio la noticia a Ángel no hubo ninguna reacción, se quedó en silencio varios segundos para terminar dando las gracias por la llamada antes de colgar. Al principio eso le pareció extraño, pero tras pensarlo durante algunos minutos, llegó a la conclusión de que no debía darle más vueltas al asunto, esa era la reacción normal de una persona que acaba de recibir una noticia tan trágica y se queda en shock, pensó. Su hermano, que pasaba tan solo unos meses con él en Villa Rocosa, solo le traía problemas y más problemas. Era habitual que llegase a casa borracho y drogado después de pelearse con alguien por el camino. Todo el mundo sabía de su adicción, que últimamente era más notable que en años anteriores. Su madre, Teresa, había muerto hacía poco de cáncer y empujada por la pena de ver a un hijo tan desgraciado como el suyo. A Ángel solo le quedaba su pareja, Cristina, que tanto amaba y cuidaba.
Los cerca de tres mil habitantes del pueblo eran ya conocedores de lo que había ocurrido y, compasivos, como si ya supieran con anterioridad que eso iba a ocurrir, guardaron silencio durante toda la noche por respeto a Ángel, el querido mecánico del pueblo; tan trabajador y discreto como maltratado por la mala suerte.

La mañana siguiente, Juan Carlos y la caporal llegaron puntuales a su cita con el alcalde para explicarle lo ocurrido. Entraron por la enorme puerta del bar y avanzaron velozmente hasta la mesa más apartada del local para que nadie les molestase. La gente los miraba, muchos de ellos con la intención de hacerles preguntas para descubrir lo que había pasado con el hermano del mecánico. Estuvieron esperando al alcalde varios minutos hasta que finalmente llegó. El aspecto de Rafael era de dejadez, el poco pelo que le quedaba estaba despeinado, en los ojos aún se le podían ver lagañas y los botones de su camisa arrugada gritaban piedad por miedo a explotar a causa de su enorme tripa que los empujaba ferozmente. Saludó a un par de personas y se acercó a la barra para pedir algo de beber y comer.

—Chaval, ponme un carajillo de ron y un bocadillo de queso —le dijo al joven muchacho que estaba detrás de la barra.
—Ahora mismo, señor —respondió ese chaval con acento extranjero.

El bar Can Tino empezaba a llenarse de gente como cada mañana. Algunos miraban disimuladamente hacia la mesa de los policías con intención de leerles los labios e intentar sacar algo de información, otros observaban al alcalde detenidamente. El ambiente era más silencioso de lo habitual, solo el ruido de la máquina de café y las monedas cayendo por el agujero de las tragaperras interrumpían ese leve chismorreo que resonaba por las paredes. El único tema de conversación del que se hablaba era sobre el hermano de Ángel y su triste final. Algunos, los más charlatanes y vendehumos, se inventaban historias para hacer ver que tenían informaciones privilegiadas bajo la atenta mirada de los más ingenuos del pueblo. El suicidio y la sobredosis eran las hipótesis que más convencían a los vecinos de Villa Rocosa. Aparte del silencio, lo que hacía de esa mañana una mañana extraña en el bar del pueblo era que Ángel, que cada día, puntual, se sentaba en su mesa del bar para comerse un bocadillo de atún junto a su hermano, su pareja o leyendo solo el periódico, no había llegado. Tampoco nadie esperaba que lo hiciese.

Rafael se acercó a la mesa de Alicia y Juan Carlos con el carajillo y el bocadillo, se sentó y antes de abrir la boca para saludarlos se bebió de un sorbo ese carajillo que escupió seguidamente.

—¿Qué coño es esto? —gritó mientras se limpiaba la solapa de la americana con un pañuelo—. Agustín, joder, le he dicho al chaval que pusiera ron, no la mierda que haya puesto.

Agustín, que era el propietario del bar, se apresuró en limpiar la mesa y pedirle disculpas a Rafael.

—Perdón, alcalde, el chico es nuevo y no habla muy bien el castellano… se habrá confundido —dijo avergonzado.
—Esto os pasa por contratar a gente de fuera.
—No, alcalde, es el hijo de Fátima, que acaba de llegar de Argelia para ayudar a su madre y a su familia.
—Bueno, tampoco me cuentes su vida y ponme un carajillo de los que me gustan a mí.

Mientras el alcalde seguía refunfuñando en voz baja, Alicia sacó de una carpeta varios papeles donde tenía anotado toda la información del caso y empezó a explicarle a Rafael todo lo que sabían, que era más bien poco. La última vez que vieron al hermano del mecánico fue justamente ahí, en el bar Can Tino, antes de las dos del medio día. Los últimos en verlo fueron Agustín, su hermano Ramón, el camarero nuevo y tres o cuatro vecinos de la localidad. Todos coincidían en que no vieron nada raro en él, hasta afirmaban que estaba más tranquilo de lo habitual. Se comió una tapa de tortilla, se bebió una cerveza y se fue por donde había venido.

—¿Sabemos si tenía algún enemigo? —preguntó el alcalde.
—Cada dos por tres nos llamaban para avisarnos que se estaba intentando pelear con alguien —explicó la caporal—, pero vaya, que solo lo hacía cuando iba muy borracho o drogado.
—Aparte, normalmente se peleaba con las chicas más jóvenes que se lo intentaban sacar de encima —añadió Juan Carlos.
—¿Y nadie lo vio después de salir del Can Tino? —seguía con las preguntas Rafael.
—No que sepamos.
—¿Ni su hermano Ángel? Es un poco extraño que en un pueblo tan pequeño nadie lo haya visto. Si no fue a su casa, ¿a dónde fue? —Al alcalde no le cuadraban ciertas cosas.
—Entre que salió del bar hasta que recibimos la llamada pasaron treinta o cuarenta minutos. No más —añadió Juan Carlos.

El teléfono de la caporal sonó interrumpiendo esa conversación. Hubo un silencio. Estaban esperando la llamada para saber el resultado de la autopsia y Alicia, al ver el número de teléfono, hizo un gesto con la cabeza confirmando que esa era la llamada que tanto esperaban. Se levantó y se acercó a una ventana para que nadie escuchase de lo que estaban hablando. Juan Carlos y Rafael esperaban impacientemente a que terminase la llamada. Pasaron dos o tres minutos. Alicia caminaba de arriba abajo, tocándose el pelo, apuntando cosas en un papel y moviendo la cabeza de un lado para otro hasta que colgó.

—¿Y? —preguntó nervioso el alcalde.

Con la cara pálida, la caporal se sentó. Tras un leve carraspeo empezó a hablar.

—Ha muerto envenenado —dijo en voz baja—. El chico de la autopsia estaba muy asustado, la voz le temblaba.
—¿Envenenado? —preguntó el alcalde exaltado.
—Sí, envenenado —volvió a decir—. Tenemos que empezar a investigar lo antes posible. No podemos perder tiempo.

El alcalde empezó a jugar con un papel, lo enrollaba y desenrollaba sin parar y no dejaba de mover la pierna derecha con un tembleque que estaba poniendo nervioso a los dos policías. Dejó el papel, se peinó los cuatro pelos de su cabeza y le hizo un gesto al camarero.

—Ponme otro carajillo.
—Vale, señor —respondió el nuevo camarero.

Cuando le sirvió el carajillo volvió a ocurrir lo mismo que antes. Tras darle un sorbo, el alcalde lo volvió a escupir. Se levantó dando un golpe a la mesa y se giró hacia el joven camarero.

—¡Maldito chaval! —gritó—. ¿No os enseñan a hacer carajillos en vuestro país? ¡Maldita sea, joder!

El chaval bajó la mirada al suelo y se dio la vuelta. Furioso, con los ojos salidos, se dijo a sí mismo: «Tú serás el siguiente». Nadie le escuchó, ni siquiera Agustín, que estaba a su lado preparando otro carajillo para el alcalde.

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